Bellis Perennis
- Escritor Nocturno
- 30 mar 2017
- 2 Min. de lectura
Aún recuerdo esa tarde que pude contemplar por primera vez aquellos deleitantes ojos color miel que se conjugaban con su perfecta tez, clara y cálida. Y como olvidar esa bella sonrisa, de oreja a oreja, con esos pequeños y finos hoyuelos que decoraban agraciadamente su comisura labial. Su hermosa cabellera castaña y ondulada se extendía de manera uniforme desde su cabeza hasta sus hombros y que delicadamente se mecía de un lado al otro cada vez volteaba a ver a su compañera de banca, con quien conversaba.
Sin poder despegar la mirada de ella, caminé a través del estrecho pasillo que se formaba entre banca y banca pasando a su lado hasta tomar asiento con mi compañera, que ya me esperaba en la banca al fondo del salón. La luz entraba tenuemente por una ventana y dibujaba las siluetas de las hojas que oscilaban de lado a lado, el chillido del viento se producía en las ventanas entre abiertas y una ligera corriente pasaba a través del salón de clases para ventilar gentilmente el edificio que olía a una mezcla de diversos perfumes y lociones, libros, plumones y a cigarro impregnado de la prenda de alguno que otro estudiante que había fumado antes de tomar su clase.
Los alumnos seguían ocupando las bancas del salón y el maestro no tardo en comenzar la clase pasando lista. De pronto, al escuchar su nombre la vi alzar la mano delicadamente, con la gracia de una bailarina de ballet. Era el nombre de una bella planta con la que compartía esa hermosura que solo la naturaleza le puede brindar a un ser vivo. Al mismo tiempo resonó una voz delicada, aguda y casi angelical que afirmó con un “aquí” su presencia en el salón.
Mientras todos hablaban, el maestro intentaba dar una pobre clase sobre un tema que claramente no entendí por que seguía resolviendo mil y un situaciones imaginarias en mi cabeza tratando de descifrar la manera en la que iba a entablar una conversación con esa niña. No teníamos amigos en común, no compartíamos mesa, ni carrera, ni facultad, ni horas libres sólo una hora y media al día. Simplemente éramos dos extraños sentados a la misma hora, en el mismo salón escuchando al mismo docente repetir una y otra vez la importancia de los temas que se tocarían en la materia y el porqué deberíamos de aplicarlo a nuestra práctica profesional y a la vida.
Supuse que la situación no mejoraría, así es que me resigné por completo. Al terminar la clase volteé una última vez hacia atrás, mientras dibujábamos una sonrisa en nuestros respectivos rostros cruzamos miradas una vez más y de un momento a otro abandoné el salón mientras me murmuraba a mí mismo:
” ¿Por qué destruir una maravilla de la creación? Ella es una hermosa flor y tu eres el frío invierno, las flores no crecen en invierno…”
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